1.16.2012

Sacando del olvido a los monstruos. (1)

Veo mi blog y hace mucho que no escribo de monstruos itinerantes, catarinas exhibicionistas, ni de hormigas que ansiosas esperan que las atiendan en un Starbucks. A veces me pregunto si ya se quedaron en el olvido y hoy vagan resignados, sin público y sin interés de aquél que los imaginó. Si hoy hiciera un ejercicio mental, por saber dónde están esos personajes que me ayudaron en mis ratos de mayor dificultad, creo que estarían un poco deprimidos, a la deriva. Y no se lo merecen. Así que mejor imagino que han conseguido el éxito, la fama, y en algunos casos, la felicidad.

Después de cruzar el Atlántico, los monstruos itinerantes decidieron separarse. Habían pasado muchas peripecias, situaciones gravísimas que tenían que dejar descansar. Así, cada uno se fue a una ciudad distinta. El más grande y peludo de todos, quiso poner su residencia en París. Siempre creyó que su afelpado color aqua sería la sensación entre las mujeres parisinas. Todos los días iba por un café en un pequeño local cerca del Sena. Allí, mientras leía el periódico vio a lo lejos una criatura bellísima, de una mirada exótica, casi indecente. A Martin (con acento en la a) -así se llama el afelpado monstruo- se le enfrió el café y se le erizaron los pelos. No podía creer que semejante ser habitara la tierra y además viviera en París. Ella apenas si lo noto y sólo le regaló una ligera sonrisa, que le dejó una herida punzante en el alma. Se quedó frío. Cuando reaccionó, la hermosa mujer se alejaba elegante, con pasos que confirmaban su autoridad en la tierra. Martin se arregló el pelaje que ya traía un volumen grosero y gracioso. Pidió una copa de vino que se tomó de un trago para darse valor y corrió hacia ella. Primero se puso a su lado, sin decir nada. Ella no prestó atención, así que en un cruce, el se puso de frente, le sonrió con su gran sonrisa y le dijo nervioso: mademoiselle. Ella lo vio y sintió una ternura que se le confundió con amor. Le contestó: suivez-moi. Y él la siguió. Llegaron a su departamento. Él se sentó en la cama nerviosísimo, temblando de amor y de miedo. Casi como deliciosa analogía, a la cama, de inmediato, se le quebraron las patas. Ella no dejó que se avergonzara ante lo sucedido y lo tomó de los brazos. Era una sensación extraña para ella y sin embargo, le gustó no sentir piel y sí la suavidad de un pelaje de tono aquoso que le recordaba sus noches de niña, cuando los truenos hacían retumbar la ciudad y ella se abrazaba a un enorme peluche mientras apretaba su cara diciendo: que no me pasa nada, que no me pase nada. Y así era. A la mañana siguiente ella se daba cuenta que no había pasado nada y su inerte amigo le sonría como todas las mañanas, como siempre. Como siempre. Por eso se dejó perder en los brazos de Martin (con acento en la a); por eso no lo dejó y aunque hacer el amor fue todo un reto que tuvieron que ir descifrando durante 77 noches, ellos lo intentaron pacientemente y con un frenesí que recordaba la vez primera que un hombre tocó a una mujer.

1 comentario:

Abriles dijo...

por eso te quierooo!